Por si pensaban que los únicos que sufrían eran los violinistas primeros…
🎼 Primera parte: El día a día, como la vida de cualquiera
7:30 a. m. – Suena el despertador y ya tengo un mensaje del maestro invitado de la semana:
“¿Ha visto Ud. mis zapatos negros? Los de gala. ¡No los encuentro!”.
Respondo con un café en la mano, a la vez que me cierro mis propios zapatos para salir corriendo, con el alma aún flotando en la cuarta sinfonía de Mahler de la noche anterior.
No soy su estilista, pero en esta jungla musical, una hace de todo menos afinar instrumentos.
8:30 a. m. – Llegando a la oficina de la orquesta. Me recibe un clarinetista con cara de guerra:
“El director de orquesta quiere cambiar el programa del concierto… otra vez. Fuera de los plazos del convenio”.
Perfecto. Nada como poner en práctica mi curso en autocontrol emocional mientras pido disculpas al músico y le prometo (otra vez) que será la última vez. Aviso al equipo artístico y de producción a los efectos oportunos.
10:00 a. m. – Reunión de producción. Una hora de discusión para decidir si usamos luces azul profundo o “azul medianoche melancólico”.
Al final, el técnico de iluminación propone “azul que no moleste” y todos asentimos aliviados.
12:30 p. m. – Ensayo general. El percusionista se queja porque el asistente técnico se olvidó los platillos. Los grandes. Los que suenan como si el cielo colapsara.
¿Solución? Enviar a la pasante en una misión de vida o muerte por toda la sede de la orquesta.
Pero vaya, eso es en el edificio de enfrente, no en la sala sinfónica. Tardará un buen rato. ¡Paciencia! Le deseamos suerte y le damos una foto para que sepa lo que busca. Parece una búsqueda del tesoro, pero sin mapa ni premio.
1:47 p. m. – En mi despacho. El de la mala conexión a Internet. Para un gestor cultural en apuros, la informática va siempre demasiado lenta.
Viene un refuerzo procedente de El Cairo y quiere que se le devuelvan sus gastos de viaje y alojamiento. Le pido la factura. Pero lo que me ofrece es todo, menos una factura: reservas, confirmaciones de pago, papel de caramelo y hasta una carta de amor de su esposa.
“¡Si no está la palabra FACTURA–INVOICE–RECHNUNG–الفاتورة en el papel que me das, no es una factura!” – le explico desesperada. Es la frase que más pronuncio en promedio semanal.
2:00 p. m. – Llega una periodista para entrevistar a la concertino, pero ella se ha escondido detrás de un atril diciendo que “las entrevistas son para estrellas del pop y que sin su vestido de gala nadie le sacará una foto”.
Yo sonrío, improviso una visita guiada por el backstage (spoiler: en realidad estoy buscando ayuda), y termina hablando el gerente. Vaya alegría: también salí en la nota como “miembro clave del equipo que mantiene todo en pie”. Bueno… algo de razón tienen.
2:58 p. m. – A punto de salir a comer. Ordenador ya apagado.
Entra corriendo un arpista (no, por Dios, nada que ver con una arpía: un arpista toca el arpa) y quiere dejar una queja porque esta semana no se les ha dado una entrada para la función.
Muerta de hambre y con las prisas de tener que volver puntualmente a la función de la noche, es mi barriga quien le contesta con un gruñido.
Traducido al buen español: para alegría de todos, el concierto está vendido. ¡Sold out! Lo siento, pero no hay entradas.
🎼 Segunda parte: El backstage, ese universo paralelo
Si el escenario es una obra maestra de orden y armonía, el backstage es su antítesis: una coreografía caótica de cables, cafés a medio terminar, músicos afinando en diferentes tonalidades de estrés y los compañeros del equipo de producción corriendo de un lado al otro en función de interfono y despejadores de dudas.
19:00 h. – Mientras el público se acomoda en sus butacas y hojea el programa (recién impreso y con olor a tinta fresca, todavía a pesar de los códigos QR), en la trastienda reina una especie de nerviosismo ritual.
El concertino repasa su solo por centésima vez, los contrabajistas intentan no atropellar a nadie con sus instrumentos tamaño ropero, y el regidor de la orquesta me pregunta si sé dónde están las partituras del segundo movimiento (spoiler: yo no las toqué, y nuestro regidor jamás me preguntaría eso justamente a mí, del departamento artístico, sino a los compis de archivo).
Pero igual, termino ayudando a buscarlas bajo una caja de tapones de oídos, cajas de baterías usadas y estuches de instrumentos por todos lados. ¡Qué curioso, hay una caja de bocadillos veganos también por ahí! ¿Para quién será?
A propósito, catering:
Alguien siempre se queja de que nunca hay comida, y de que falta el agua.
“¡Otra vez no hay agua!”, me grita un trombonista… justo tres minutos antes del concierto. No falla.
Una vez más, terminamos sirviendo agua de garrafa como si fuera vino francés. Los músicos, nobles, brindan con entusiasmo y algo de resignación.
20:00 h. – ¡Showtime! Todo parece estar bajo control. El director, inspirado; la orquesta, afinada; el público, emocionado.
Solo que… los zapatos negros del maestro siguen desaparecidos y ha salido con unas playeras en color amarillo neón. Chirriante. Brillante. Totalmente fuera del protocolo.
Pero a nadie le importa: dirige de las mil maravillas a la orquesta y se le ve moviendo sus brazos como los ángeles mueven sus alas.
🎻 Tercera parte: El concierto en sí… o cómo fingir que todo estaba planeado
Cuando las luces bajan y suena la primera nota, todo cambia. La magia comienza.
El público no tiene idea de que el chelista casi se tropieza con la tarima o que la soprano improvisó una entrada porque alguien olvidó abrirle la puerta del escenario (fue el pasante. Otra vez. Pobre criatura).
Desde mi asiento al lado de la consola de sonido (spoiler: sería “la zona del mando último sobre el escenario” y en realidad no hay ni una silla para mí), observo cómo cada gesto se convierte en arte, cómo los errores se camuflan con elegancia, y cómo el caos de las últimas 12 horas se transforma, por fin, en belleza pura.
Eso es lo que más me gusta de este trabajo: que al final, todo vale la pena.
☕ Parte cuarta: Epílogo
22:30 h. – Éxito rotundo. Aplausos de pie. Flores sobre al escenario. Abrazos, lágrimas.
El telón baja, pero nadie se va todavía (spoiler: upss, hoy no hay telón porque no estamos en el teatro sino en la sala sinfónica y ahí no baja el telón. (Pero me quedó bien al efecto dramatúrgico del relato).
Empiezan las risas en los camerinos, las historias de “¿te diste cuenta de que entré un compás tarde?”, las fotos con los artistas al más puro estilo paparazzi. Las dos rubias del departamento artístico son las peores, no se pierden ni una, y, por supuesto, el eterno misterio del atril desaparecido.
¿Alguien se lleva atriles como recuerdo? ¡Queremos respuestas!
Ah, y aparecen los zapatos negros del maestro. Los de gala. Estaban metidos en la nevera pequeña de otro camerino, junto a la Coca-Cola del director de la semana pasada.
No preguntamos. Solo nos alegramos de cerrar otro capítulo sin bajas.
Las incidencias de bajas las dejamos para otro relato (y la parte II del día de locos del gestor en una orquesta sinfónica, si así lo desean).
Y yo, en un rincón, esperando que todos se vayan primero, con la sensación de haber sobrevivido a otro episodio de esta telenovela sinfónica.
Agarro mi bolso, mis dos teléfonos móviles y pienso:
“Mañana será más tranquilo”.
Mentira.
Pero qué bonito es este caos con banda sonora.
🎶 Quinta parte: La resaca sinfónica
09:00 h. – Suena el despertador. Otra vez. Esta vez con la alarma “Suave piano” porque, después de la intensidad de anoche, cualquier cosa más fuerte que un pizzicato me da taquicardia.
¿No tocaba fin de semana? Reviso el móvil, medio dormida:
– 14 mensajes. Entre ellos, la الفاتورة en formato foto desde El Cairo. ¡Menos mal!
– 3 llamadas perdidas. ¡Socorro!
– 1 audio del director de orquesta (4 minutos con introducción y todo).
– 1 foto de un fagot olvidado en el baño. ¡Pero será posible!
No hay paz.
Solo post-concierto.
🎼 Sexta parte: Lunes, siguiente día de locos
10:00 h. – Hoy hay ensayo a las 10. Sí, otra vez. Mahler.
Ahhh, no, ¡perdonen, error mío! ¿Dónde he dejado el planning de la nueva semana?
Hoy toca Shostakóvich, con el director que quiere cambiar el programa fuera de los plazos que estipula el convenio.
Para más inri, suena mi móvil y el primer oboe me informa de que está con 40 grados de fiebre y gripe. No vendrá durante toda la semana.
Mi corazón se acelera de cero a cien en un segundo. ¡El primer oboe, no un violín tutti!
Miro nerviosa en busca de ayuda de mis compañeras. El sudor me está saliendo en la frente.
Ese es el peor escenario imaginable. Absolutamente: worst case.
Pero como he dicho más arriba, los detalles sobre las incidencias de bajas los reservamos para un relato propio.
Mis compañeras y yo estaremos en la oficina viendo cómo solucionamos esto: una con su café en la mano, otra con la carpeta llena de posibles planes B, C y D; yo, con mis gafas de cerca, redondas de Harry Potter, y nuestros móviles sonando al ritmo sincopado de nuestro pulso cardíaco.
Aun así, todas con una sonrisa.
Siempre. Vale, casi siempre.
Lo vamos a solucionar. Sea como sea.
Trabajar en la gestión de una orquesta sinfónica es un deporte de alto riesgo…
Es bailar entre partituras, egos, presupuestos y milagros logísticos.
Es sobrevivir a un estreno sin perder la sonrisa (ni el teléfono del servicio de transfer).
Pero también es un privilegio, como hay pocos en la vida.
Y quiero repetir: lo que más me gusta de este trabajo es que, al final, todo vale la pena.
La música siempre gana.
📝 Descargo de responsabilidad
Todos los personajes y la trama del relato son pura ficción.
Cualquier parecido con la realidad o personas vivas o muertas es pura coincidencia.
❤️ Declaración de amor
Adoro a mi orquesta, la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria; sus músicos, sus técnicos, el personal administrativo, artístico y de producción.
Todos los días doy las gracias por ser parte de esta familia.
⚠️ Advertencia de peligro
Prepárense: ya tengo ideas para la segunda parte – “Las incidencias de bajas en la vida de un gestor cultural de orquesta”.
Nicole Martín Medina
Las Palmas de Gran Canaria
Mayo 2025
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Aviso:
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